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Existieron entre mediados del siglo XIX y las primeras
tres décadas del XX, unos personajes cuya singularidad consistía en comunicarse
por medio de un lacónico lenguaje de puntos y rayas. Era una clave inventada
por Samuel Morse para ser leída sobre una tira de papel, pero con el tiempo
estos hombres descubrieron que también podía ser escuchada. Era un habla sólo
imaginable para seres de la ciencia ficción: raya-raya-raya-punto;
punto-punto-raya, relativamente discernibles escrito con letras, pero ahora
debes imaginarlo en sonidos simples, compactos, sucintos: …--- -.-- - . .-.. . --. .-.
Sus razones tenían para ser concisos, aunque, como en
todas partes, siempre existieron los poetas.
Telegrafistas, en el sentido etimológico, lo puede ser
cualquiera. Basta comunicar a distancia (tele) un mensaje (grafe). En ese
sentido, los fanáticos del futbol que se comunican de un lado a otro de las
tribunas, están telegrafiando sus consignas. Sin embargo, los telegrafistas
originales del siglo XIX, que permanecen relativamente intactos hasta 1933, eran
especímenes especiales, funcionarios públicos que al igual que el cura, el
médico y el abogado se enteraban de muchas intimidades que los obligaba a ser
mesurados y discretos, lo que les atribuía una áurea misteriosa y especial.
Sabían escuchar un lenguaje de sólo dos vocablos: punto y raya que, combinados
en una clave relativamente elemental, inventada por Samuel Morse, formaban las palabras en perfecto
español que trascribían en un papel; un lenguaje sonoro que además tenía el
refinamiento de la ortografía. ¡Sólo con puntos y rayas! Por eso se les
consideraba cultos, excéntricos, especiales y se les invitaba a las fiestas del
presidente municipal, del diputado o a las de algunas de las familias acomodadas
de los pueblos. Por desgracia, en el fondo de su panorama existencial, el
telegrafista era un ser humilde y mal remunerado.
Aunque sin ellos las costosas máquinas de importación
serían simples objetos decorativos, dentro de la Dirección de Telégrafos
siempre fueron tratados como obreros calificados. Ubicados en un escalón más
bien bajo del escalafón administrativo y salarial, los telegrafistas siempre
fueron seres incomprendidos; individuos ansiosos, hiperactivos; protagonistas
del enorme teatro local de la provincia mexicana, actores estelares o
improvisados; paño de lágrimas, consultores, asesores y consoladores, pero
también seres transidos e relegados que muchas veces desahogaron sus penas en
una botella de licor o en un nervioso tic. O en ambos.
El principio del fin del sistema telegráfico Morse, que
inicia en los años treinta con el arribo del teletipo y culmina en 1992, en
ceremonia de inhumación, es difícil de
advertir en sus tendencias puramente técnicas. El proceso de modernización, que
arranca en 1902 con la radiotelegrafía, es visible en México hasta la década de
los cincuenta, cuando la
Dirección de telégrafos anuncia oficialmente su
automatización nacional; el cambio se aprecia más en la política laboral de las
autoridades hacia el gremio de telegrafistas recién terminada la Revolución. Primero ,
Álvaro Obregón los premia y los homenajea; inmediatamente después, Calles los
reprime, los ningunea y termina humillándolos al ponerlos bajo las órdenes de
los empleados de Correos en febrero de 1933.
La primera intención de formar un gremio de telegrafistas
con posibilidades de éxito se da el 31 de octubre de 1922, cuando los
telegrafistas, encabezados por Enrique Cervantes y Luis Esponda, solicitan al
general Álvaro Obregón ayuda para la realización del Congreso de Telegrafistas, quejándose
además del acoso de los funcionarios de la Dirección hacia el personal, con resultado de
varios ceses injustificados. Obregón los ayuda y los apapacha. El 14 de
diciembre de ese mismo año se celebra la Gran Convención de
Telegrafistas Nacionales "para discutir y en su caso formar el Código del
telegrafista, que encierra en síntesis los derechos y obligaciones del
personal", como lo comenta en 1947 el telegrafista Isacc López Fuentes en
su libro Semblanza Trágica del Telégrafo
y los Telegrafistas Nacionales, entre los que ya se contaba el seguro de
vida, los 15 días hábiles de vacaciones y la inmovilidad laboral.
Abunda López Fuentes: "Mejoraron notablemente los
sueldos (...) y el servicio en general era cada día más eficiente; las
movilizaciones y los ascensos del personal cuando no se hacían con intervención
de la "Unión", se llevaban a cabo previa la conformidad de los
interesados, y así, dentro de este ambiente de concordia y reciprocidad, de dar
y de recibir, transcurrieron los años de 1925 a 1932, hasta el 14 de febrero de 1933,
fecha en que por fuerza mayor, cayó de las manos de don Antonio González
Montero, el prestigio de un servicio público y el abandono a la incertidumbre,
al azar de un abnegado gremio que con él se hizo digno de mejor suerte."
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Nací y crecí -junto con mis hermanos- a un lado de la
oficina de telégrafos de Cuauhtémoc, Chihuahua, donde mi padre era el
administrador y posteriormente mi madre fue la encargada de atender al público,
hasta sus respectivas jubilaciones. Sus escritorios fueron nuestra sala de
estudios, de juegos, de experimentación plástica, pues nunca nos faltaron
papel, cartón, lápices, crayones, clips, cordón y lacra, que eran materiales
muy usuales de aquel anticuado servicio telegráfico en donde todo se hacía
literalmente con las manos.
De acuerdo a nuestra edad, nos fue tocando suplir
momentáneamente a nuestra madre en la ventanilla de telegramas mientras ella
realizaba otras tareas domésticas y, ya adolescentes, suplir al mensajero en
sus vacaciones anuales repartiendo telegramas y giros por toda la población. No
es exagerado, entonces, decir que éramos una familia de telegrafistas. Con los
años, los hijos fuimos creciendo y yéndonos del pueblo en busca de mejores
horizontes. Mi padre nos fue colocando, llegado el momento, en la Dirección de Telégrafos
del Distrito Federal, en el caso de Antonio, y en la Dirección de
Telecomunicaciones para el caso de Jaime y el mío propio. Evelina quedó instalada
en el Issste del propio estado de Chihuahua, siendo Alejandro, el menor, el
único de los hombres que no emigró al sur aunque en su momento compartió el
reparto local de telegramas.
En estos modestos empleos del sector pudimos estudiar
nuestras respectivas carreras profesionales y acabar de hacernos mayores,
fueron un trampolín indispensable para que aquellos jóvenes casi campesinos
pudieran desenvolverse en la capital del país. La vida siguió y mis padres se
jubilaron, nosotros buscamos y encontramos otras alternativas más acordes con
nuestros intereses, mientras el telégrafo y toda su carga de sentimientos e
historias quedaron atrás. Pero siempre tuvimos (y tenemos) como seña familiar
la de ser telegrafistas.
En su lecho de muerte, impedida el habla por el cáncer,
pero lúcido y atento, mi papá me transmitió un largo mensaje con su dedo
índice, en clave Morse, sobre el dorso de mi mano, del que sólo pude –o quise-
interpretar que se iba con paz y me deseaba su mejor sentimiento. Pero hasta
ese grado alcanzó a llegar el oficio de nuestras vidas, demostrándonos una vez
más su utilidad.
Felicidades a los telegrafistas en su día.
Para
ver más de lo ocurrido en la huelga del 14 de febrero de 1933, ir a:
En la foto faltan Jaime -el fotógrafo- y Alejandro -ausente.
Pero... ¿quiénes son los telegrafistas? Hay allí mucha gente.
ResponderEliminarDigamos que los telegrafistas están en la fila de atrás, mientras que las de la fila de adelante son clientes.
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