jueves, 14 de febrero de 2013

Familia telegrafista


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Existieron entre mediados del siglo XIX y las primeras tres décadas del XX, unos personajes cuya singularidad consistía en comunicarse por medio de un lacónico lenguaje de puntos y rayas. Era una clave inventada por Samuel Morse para ser leída sobre una tira de papel, pero con el tiempo estos hombres descubrieron que también podía ser escuchada. Era un habla sólo imaginable para seres de la ciencia ficción: raya-raya-raya-punto; punto-punto-raya, relativamente discernibles escrito con letras, pero ahora debes imaginarlo en sonidos simples, compactos, sucintos: …--- -.--  - . .-.. . --. .-.
Sus razones tenían para ser concisos, aunque, como en todas partes, siempre existieron los poetas.

Telegrafistas, en el sentido etimológico, lo puede ser cualquiera. Basta comunicar a distancia (tele) un mensaje (grafe). En ese sentido, los fanáticos del futbol que se comunican de un lado a otro de las tribunas, están telegrafiando sus consignas. Sin embargo, los telegrafistas originales del siglo XIX, que permanecen relativamente intactos hasta 1933, eran especímenes especiales, funcionarios públicos que al igual que el cura, el médico y el abogado se enteraban de muchas intimidades que los obligaba a ser mesurados y discretos, lo que les atribuía una áurea misteriosa y especial. Sabían escuchar un lenguaje de sólo dos vocablos: punto y raya que, combinados en una clave relativamente elemental, inventada por Samuel Morse, formaban las palabras en perfecto español que trascribían en un papel; un lenguaje sonoro que además tenía el refinamiento de la ortografía. ¡Sólo con puntos y rayas! Por eso se les consideraba cultos, excéntricos, especiales y se les invitaba a las fiestas del presidente municipal, del diputado o a las de algunas de las familias acomodadas de los pueblos. Por desgracia, en el fondo de su panorama existencial, el telegrafista era un ser humilde y mal remunerado.

Aunque sin ellos las costosas máquinas de importación serían simples objetos decorativos, dentro de la Dirección de Telégrafos siempre fueron tratados como obreros calificados. Ubicados en un escalón más bien bajo del escalafón administrativo y salarial, los telegrafistas siempre fueron seres incomprendidos; individuos ansiosos, hiperactivos; protagonistas del enorme teatro local de la provincia mexicana, actores estelares o improvisados; paño de lágrimas, consultores, asesores y consoladores, pero también seres transidos e relegados que muchas veces desahogaron sus penas en una botella de licor o en un nervioso tic. O en ambos.

El principio del fin del sistema telegráfico Morse, que inicia en los años treinta con el arribo del teletipo y culmina en 1992, en ceremonia de inhumación,  es difícil de advertir en sus tendencias puramente técnicas. El proceso de modernización, que arranca en 1902 con la radiotelegrafía, es visible en México hasta la década de los cincuenta, cuando la Dirección de telégrafos anuncia oficialmente su automatización nacional; el cambio se aprecia más en la política laboral de las autoridades hacia el gremio de telegrafistas recién terminada la Revolución. Primero, Álvaro Obregón los premia y los homenajea; inmediatamente después, Calles los reprime, los ningunea y termina humillándolos al ponerlos bajo las órdenes de los empleados de Correos en febrero de 1933.

La primera intención de formar un gremio de telegrafistas con posibilidades de éxito se da el 31 de octubre de 1922, cuando los telegrafistas, encabezados por Enrique Cervantes y Luis Esponda, solicitan al general Álvaro Obregón ayuda para la realización  del Congreso de Telegrafistas, quejándose además del acoso de los funcionarios de la Dirección hacia el personal, con resultado de varios ceses injustificados. Obregón los ayuda y los apapacha. El 14 de diciembre de ese mismo año se celebra la Gran Convención de Telegrafistas Nacionales "para discutir y en su caso formar el Código del telegrafista, que encierra en síntesis los derechos y obligaciones del personal", como lo comenta en 1947 el telegrafista Isacc López Fuentes en su libro Semblanza Trágica del Telégrafo y los Telegrafistas Nacionales, entre los que ya se contaba el seguro de vida, los 15 días hábiles de vacaciones y la inmovilidad laboral.

Abunda López Fuentes: "Mejoraron notablemente los sueldos (...) y el servicio en general era cada día más eficiente; las movilizaciones y los ascensos del personal cuando no se hacían con intervención de la "Unión", se llevaban a cabo previa la conformidad de los interesados, y así, dentro de este ambiente de concordia y reciprocidad, de dar y de recibir, transcurrieron los años de 1925 a 1932, hasta el 14 de febrero de 1933, fecha en que por fuerza mayor, cayó de las manos de don Antonio González Montero, el prestigio de un servicio público y el abandono a la incertidumbre, al azar de un abnegado gremio que con él se hizo digno de mejor suerte."

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Nací y crecí -junto con mis hermanos- a un lado de la oficina de telégrafos de Cuauhtémoc, Chihuahua, donde mi padre era el administrador y posteriormente mi madre fue la encargada de atender al público, hasta sus respectivas jubilaciones. Sus escritorios fueron nuestra sala de estudios, de juegos, de experimentación plástica, pues nunca nos faltaron papel, cartón, lápices, crayones, clips, cordón y lacra, que eran materiales muy usuales de aquel anticuado servicio telegráfico en donde todo se hacía literalmente con las manos.

De acuerdo a nuestra edad, nos fue tocando suplir momentáneamente a nuestra madre en la ventanilla de telegramas mientras ella realizaba otras tareas domésticas y, ya adolescentes, suplir al mensajero en sus vacaciones anuales repartiendo telegramas y giros por toda la población. No es exagerado, entonces, decir que éramos una familia de telegrafistas. Con los años, los hijos fuimos creciendo y yéndonos del pueblo en busca de mejores horizontes. Mi padre nos fue colocando, llegado el momento, en la Dirección de Telégrafos del Distrito Federal, en el caso de Antonio, y en la Dirección de Telecomunicaciones para el caso de Jaime y el mío propio. Evelina quedó instalada en el Issste del propio estado de Chihuahua, siendo Alejandro, el menor, el único de los hombres que no emigró al sur aunque en su momento compartió el reparto local de telegramas.

En estos modestos empleos del sector pudimos estudiar nuestras respectivas carreras profesionales y acabar de hacernos mayores, fueron un trampolín indispensable para que aquellos jóvenes casi campesinos pudieran desenvolverse en la capital del país. La vida siguió y mis padres se jubilaron, nosotros buscamos y encontramos otras alternativas más acordes con nuestros intereses, mientras el telégrafo y toda su carga de sentimientos e historias quedaron atrás. Pero siempre tuvimos (y tenemos) como seña familiar la de ser telegrafistas.

En su lecho de muerte, impedida el habla por el cáncer, pero lúcido y atento, mi papá me transmitió un largo mensaje con su dedo índice, en clave Morse, sobre el dorso de mi mano, del que sólo pude –o quise- interpretar que se iba con paz y me deseaba su mejor sentimiento. Pero hasta ese grado alcanzó a llegar el oficio de nuestras vidas, demostrándonos una vez más su utilidad.

Felicidades a los telegrafistas en su día.



Para ver más de lo ocurrido en la huelga del 14 de febrero de 1933, ir a:

En la foto faltan Jaime -el fotógrafo- y Alejandro -ausente.

2 comentarios:

  1. Pero... ¿quiénes son los telegrafistas? Hay allí mucha gente.

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  2. Digamos que los telegrafistas están en la fila de atrás, mientras que las de la fila de adelante son clientes.

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