La historia del degollado es real, sucedió una tarde que
salí del cine, acaba de ver Recuerdos,
de Woody Allen e iba encantado. Mi casa en la Portales estaba sola, Recuerdos me había puesto nostálgico,
decidí ir a casa de mis hermanos que estaba en Zapotitlán, en la lejana
delegación Tláhuac del Distrito Federal; el camino era por la UAM Xochimilco, cruzaba uno el
canal de Cuemanco y seguía por una salina apropiadamente llamada Colonia del Mar,
rodeabas esa enorme ciudad semiperdida con tan bonito nombre, pasabas un gran
predio con un cartelón que decía que era propiedad del sindicato y que muy
pronto se llenó de casitas del Foviste, tan idénticas al Infonavit, y te
internabas en la delegación Tláhuac con todas sus colonias de casitas proletarias,
calles de tierra, curvas, farmacias, pollerías; como la cuarta en aparecer era
Zapotitlán, unas cuadras antes de topar con la avenida Tláhuac, que une a
Taxqueña con el pueblo de Tláhuac.
En una curvita estaba una calle de tierra café que
llevaba a la casa de Antonio y Martha. Estaba a punto de dar la vuelta cuando se
me atravesó una señora con un rebozo rodeándole el cuello, una señora local,
como doña Esperanza o la señora de las tortillas, me obligó a detenerme. Mi
vocho había sido asaltado un poco antes, me quebraron el vidrio derecho de la
puerta, le puse un triplay que pinté de negro para disimular y debía traerlo
abierto mientras manejaba; la señito me exigió “un médico, un médico”; sugerí
un consultorio antes de la avenida Tláhuac, pero para entonces estaban ya
trepándose al carro la señora y dos individuos en la parte trasera, y un joven
más como copiloto. Era una familia completa. Mi VW no traía asiento trasero, me
lo habían robado, había puesto una estera muy delgada que cuando mucho separaba
la batería de las nalgas de los pasajeros. Eran la esposa y los jóvenes hijos
del señor degollado, a quien que sentaron en medio, en el filito central que
soporta el asiento cuando este existe, pero el hombre tenía preocupaciones más
importantes que atender, podía verlo por el retrovisor. Era un señor de unos sesenta
años que llevaba una colcha de gusanito amarrada alrededor del cuello; tenía
los ojos semicerrados, como si no escuchara, pero por el momento estaba vivo.
Era obvio que había que llevarlo a los hospitales de la avenida Acoxpa,
regresar a la ciudad. Todo fue muy rápido, yo tomé la carretera que estaba
frente a la Colonia
del Mar y, antes de llegar a Cuemanco, un gemido sosegado de los pasajeros de
atrás nos hizo suponer lo peor a los que íbamos adelante: el viejo había
muerto, la señora lloraba resignadamente y el joven a mi derecha por poco se
pasa para atrás. No sé si recuerdas que en los vochitos la gente va muy junta, casi
cabeza con cabeza; el dolor, combinado con el tufo a mezcal y mazorca quemada dentro
del vehículo era muy intenso; esa familia acababa de perder a su cabeza
familiar. Los jóvenes maduraron años en unos pocos segundos. No sabía qué hacer,
pasó una patrulla y le hice señas para que se detuviera, como quiera tenía un
muerto en casa, es decir, el vochito era de mi propiedad y tenía yo cierta
participación en esa muerte, pero la patrulla siguió de largo; seguí rumbo al
hospital por sugerencia de los familiares, más despacio, como una minúscula
carroza anaranjada. Pensé en aquella escena de Mecánica Nacional cuando Manolo
Fábregas lleva a su madrecita muerta, Sara García, en el asiento del copiloto. Al
dar vuelta por la avenida del Hueso, observé por el retrovisor que el rostro
del señor hizo un gesto parecido a la vida, pero sin emitir el más mínimo
ruido; “está vivo”, grité con arrebato, pero ya todos lo sabían. Mientras reflexionaba
sobre las razones de la vida y la muerte llegamos al hospital de Acoxpa y me
subí a la rampa de emergencia, bajamos al señor cargándolo de los sobacos y
entramos al hospital. Pusieron al hombre en una silla y lo llevaron hacia el
elevador, la familia lo siguió. La señora, cuando me detuvo, me gritaba que me
pagaría lo que fuera, que me daría lo que yo le pidiera pero que la ayudara. Por
supuesto no estaba interesado en que me diera dinero, pero tal vez esa promesa
los orilló a hacerse los desentendidos y sólo vi sus espaldas desapareciendo en
el pasillo, ni las gracias ni nada.
En los siguientes días Martha escuchó a un pregonero en
el barrio informar sobre la muerte del hombre, no le fue difícil enterarse de
los detalles. Fue en una pelea de gallos, alguien perdió, sacaron sus puñales,
y un joven contrincante fue más rápido que el viejo y lo degolló. La historia
es cierta. Y yo era el chofer.
Interesante historia!
ResponderEliminarEn que año ocurrió lo que cuentas?
Cabe señalar que soy habitante de la Colonia del Mar desde hace 25 años!! En los años ochenta las calles sin pavimentar pero con llanos bordeando la colonia... ese panorama ha cambiado: la mancha urbana ha absorbido totalmente la zona.
EliminarGracias por tu comentario, vecino. Mira, considerando que la película de referencia es de 1980, puede haber sido ese mismo año o 1981. Y sí ha cambiado el panorama, la última vez que pasé por Zapotitlán ya tienen metro y toda la cosa (aunque ahora está parado); pero también el sur de la ciudadera otro, y uno mismo, pues.
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