De retorno en Santiago, tras unos merecidos días de
descanso, cerramos este viaje a Chile con una visita a la sorprendente ciudad
de Valparaíso, el antiguo balneario de los santiaguinos junto a la célebre y
turística Viña del Mar donde, por cierto, se celebraba su famosísimo festival.
Valpa es una enorme ciudad parapetada en 54 cerros
atestados de casas y, en las noches, de luces. Desde muchos puntos de
Valparaíso es posible tener una increíble vista panorámica del mar y la ciudad,
como la que tuvimos nosotros desde el balcón de nuestro hotel, adornado con abundante
artesanía fina de madera, mucha de ella mexicana.
Al día siguiente, en nuestro paseo vertical por la ciudad
(aquí no hay otro tipo de paseo), subimos y bajamos colinas bajo un intenso
sol, para alcanzar la cima donde se encuentra la histórica casa de Neruda: La
Sebastiana, una atracción muy popular, cara y muy decepcionante por sus
dimensiones, pues la construcción de tres pisos no tiene proporción con el alud
de turistas, que hacen largas filas afuera; el recorrido apenas te permite
atisbar algunas maravillas que la habitan antes de ahogarte engentado entre
escarpadas y angostas escaleras.
De vuelta a la ciudad, una de las cosas más llamativas es
el material exterior de las casas y los edificios de la ciudad antigua,
básicamente compuestos de lámina de canalitos común que, pintada con colores
pasteles y frecuentemente con murales artísticos -inesperadamente- se ven
geniales.
El visitante no acaba de entender cómo es que
ocurre el fenómeno de Valparaíso, como si esa ciudad hubiera sido planificada
por todos los artistas chilenos que se han refugiado en esa costa. No
siempre higiénicos y ni siquiera “bonitos”, los rincones y las innumerables
escaleras de la ciudad antigua abundan en detalles artísticos muy originales y
de buen gusto, la mayoría de las veces. Cafés, galerías, lobreguez y basura son
el marco de un turismo desatado de europeos y gringos que desbordan las
banquetas y capotean los vehículos que ronronean fatigosos sus motores en
subidas acérrimas de sus sinuosas calles.
Nuestro paseo lo terminamos en una emblemática escultura
multifactorial dedicada a la memoria del general Pratt y sus principales
hombres, una obra frente al muelle que, según el informado Frank, concursó el
mismísimo Auguste Rodán… y perdió.
Retornamos felices a Santiago, pronto habríamos que tomar
nuestro avión a México. No había manera de estar más contentos y satisfechos de
nuestro viaje; exhaustos, agradecidos con la generosidad de Cris y Frank que
tuvieron tanta paciencia y tantos gastos con nuestra prolongada visita de 28
días. Muchas gracias, amigos; Rosita y Guicho, Cristóbal, Benja, Crescente,
Emiliano, Cori, Dino, Mery, Guido, Paula, a cada uno por los detalles de cada
quien, un viaje inolvidable que mantendremos en nuestro corazón como la
reliquia que fue. Trajimos Malú y yo una buena impresión de los chilenos, una
sociedad avanzada y pacífica que tanto contrasta con las vicisitudes de nuestro
México; un pueblo contento consigo mismo y orgulloso de lo que es, de lo que ha
construido y conservado; pero sumamente crítico con sus defectos y sus errores,
que los tienen también.
Gracias, pues. Es el fin de esta interminable crónica de
viaje.
Fotos
cortesía de Malú Méndez Lavielle.
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