Las pancitas fueron ley para ese fuereño con muy malos hábitos alimenticios.
En Cuauhtémoc, como adolescentes candidatos a alcohólicos, preferíamos el caldo
de camarón, que se hace con camarón seco y chile de árbol. Definitivamente te levanta
al día siguiente de una borrachera. Es un martillazo en el estómago y el golpe
químico de una enchilada memorable. Se te incendia la boca y el cerebro se
achispa. Es un estimulante para seguir adelante y comerse otro caldo de
camarón. Páseme una cervecita, doña Chole. Porque siempre fueron buenas mujeres
las que nos servían maternalmente las pancitas. Nos trataban como a sus hijos.
Igual en Xochimilco o en el metro Portales, en Tlalpan, en Azcapotzalco, hasta
donde acudimos varias veces exclusivamente a atravesarnos una pancita.
En una ocasión me desperté a las tres de la tarde de un domingo
cualquiera al cabo de una larga juerga. Tenía 25 años, mi propio departamento y
un empleo fijo en la burocracia. El viernes a mediodía había ingerido la última
comida, calculé. Estaba hecho un desastre. Me bañé y me vestí. Aunque era
tarde, tal vez estaría abierto aún con la señito de Zapata, en la Portales,
donde vivía solo. Nomás de verme comprendió mi estado y me sirvió una pancita acompañada
de una cerveza. Le di dos traguitos. A la cerveza. No podía ni hablar de lo mal
que estaba. Con ademanes le dije que no podía comer, que no podía ni hablar, que
no había probado la pancita. Ella me dijo que estaba bien, que después nos
veríamos.
La era de la pancita fue un largo periodo de fines de semana. No siempre
con ese nivel de deterioro, que recuerdo como memorable y aleccionador, que
ilustra una de mis peores facetas de alcoholismo juvenil que ahora miro con
tristeza en las calles: adolescentes alcoholizados por una mala educación etílica.
Nos venden armas para la guerra pero no nos enseñan a pelear. Duré los
siguientes años consumiendo alcohol al menos una vez a la semana, hasta que algo
maduró, se añejó, molestó, afectó.
Mi alcoholismo juvenil lo recuerdo placentero y sin consecuencias sociales
en su mayor parte, ni peleas, ni necedades borrachiles insoportables. Un buen joven alcohólico, como tantos, que vivió algunas
borracheras que no podrían poner orgulloso a nadie. Tiempos de vomitadas, mareos,
extravíos; cuando caía en el abismo de la embriaguez, orinando a tumbos en
algún baño (o en algún árbol), la luna plateada, el generoso clima del CDMX, el
descarrío del foco, el sueño profundo cuando caía en la cama (con los
pupilentes puestos); las botas apretadas hasta el amanecer y una incontrolable,
antológica sed. Mucha sed, una sed indómita, inaplazable, la boca seca hasta el
estómago, la lengua acartonada, vahídos que mueven las paredes y el suelo,
náuseas. Otra vez el vómito. Era el pozo de los placeres demasiado humanos.
La embriaguez era una fiesta. No había fiesta sin embriaguez. Entonces,
para ir a una fiesta, lo primero era prever que no faltara alcohol; era un
detalle indispensable. Para asegurarlo empezaba a tomar unas horas antes para
llegar alegre, sociable. A las fiestas había que llegar prendidito y ubicar
rápidamente la cocina para garantizar acceso a la botella. Bailaba mucho,
sudaba más. El alcohol se asimilaba y podías seguir bailando y tomando toda la
noche, hasta el amanecer, cuando ya había salido el sol. Tanto en la burocracia
en donde trabajaba como en la universidad, en mi familia, con mis amigos,
maestros y vecinos, ya que todos, más o menos, según recuerdo, éramos
alcohólicos.
Qué vida y qué aguante. Lo recuerdo con gusto pero no lo extraño en
absoluto.
Borrachos sociales que no tienen tanto que ver con las fechas y las
modas como con las edades. Hay una edad en la que se toma de más. Son los
borrachos sociales, los normales, comunes y corrientes, que en México son algo abundantes.
Un estudio de la Organización Panamericana
de la Salud
muestra que los mexicanos entre 20 y 40 años de edad consumen 13 litros al año (12 en
Argentina, 11 en Brasil, 21 en Honduras)
En una ocasión fui expulsado de una fiesta. En esa ocasión era parte de
una tribu de jóvenes vándalos destructores de convencionalismos, de algunos
jarros y quizás de algún vidrio. Pero la frase clásica de aquella fiesta no la
dije yo, sino una querida amiga, que lo resume todo:
-
¡Pélate René! –que acababa de chocar un Jaguar. A mí
me faltaba el zapato derecho. Abrieron la puerta diez centímetros y me lo
pasaron. Nos fuimos, pero eso sí, con la hija de la familia que nos había
invitado a su fiesta.
Lo único que tengo que reclamarle a la embriaguez es que carece de
memoria heroica, y son más los recuerdos negativos o nebulosos que los que
tienen derecho a ser redimidos como recuerdos memorables. Cualquier plétora es
psicoanálisis o enfermedad clínica, cuando tienen que revivirte en el hospital
de una congestión y te mandan derechito a doble A, a que termines de mancharte
de culpas hasta que la fortuna de la fe te restaura. No llegué a ese grado en
esos largos años entre mis veintes y treintas. Choqué, fui imprudente,
etcétera, pero nunca un enfermo incontrolado, un paciente clínico. Siempre tuve
un trabajo, siempre estuve en la universidad. No pasé del nivel Pancita de la
señito de la esquina. Pero estuve cerca.
La anécdota del Neruda briago,
orinando en un arbolito afuera de un restaurante de la campiña francesa,
contada por Jorge Edwars que lo acompañaba, puede ser agradable e incluso
histórica, porque en realidad Neruda no le hizo daño a nadie y es breve,
sucedánea, peripatética.
En resumen, hay poco qué contar de la embriaguez, se rescatan muy pocas
imágenes vívidas, con buena resolución. Es una conversación que los alcohólicos
miran fuera de foco. Bajo el volcán. Sería como repetir la Fiesta de Heminway al
infinito. O peor, podríamos reescribir a Bukowski y terminar orinándonos sobre
el atónito lector.
Ser alcohólico en México no es excepcional, es normal cuando se tiene
menos de cincuenta. Es decir, de los 12 litros de alcohol que nos tocan per cápita
en México, hoy, mis doce se los toma alguno de los bebedores de entre esas
edades. Eso no es curarse en salud, sino aumentar mi preocupación en el consumo
que nuestros hijos hacen del alcohol. Que sirva de algo la experiencia, porque
ya sabemos que nadie experimenta en cabeza ajena.
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Nexos, Fecha: 01/05/2009, DOS ARTÍCULOS: Topografía etílica mexicana de César
Blanco, Brebajes de la muerte de David Aponte.
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