Me
llamó mi hermana de Chihuahua envuelta en un llanto que la hacía ininteligible,
algo había pasado, alguien estaba muy grave, pero en los estertores del dolor
no se entendía muy bien quién. Yo pensé en Aída –vida mía de mi corazón– que
vegetaba solitaria en su alzheimer. Logré entresacar de entre las lágrimas que
Alejandro, el menor de los cinco hermanos, padecía leucemia, que estaba muy
avanzada e incluso mostraba una cifra desconcertante: en lugar de un conteo normal
de 5 mil unidades de glóbulos blancos Ale alcanzaba los 70 mil. ¡En la madre!,
pensé yo. Entré en un súbito embudo de existencialismo. Parecía una broma.
Alejandro, que estaba tan cachetón y rozagante –lo vi en junio–, ahora aparecía
postrado ante la muerte.
Entre muchas
imágenes que evocaba en mi mente confundida había una escena recurrente, a
propósito de una reciente charla sobre trasplante de médula. Yo estaba en una
sala de operaciones con una aguja clavada en la espina dorsal, donándole una buena parte de mi médula espinal. Había otras escenas relacionadas
sobre mi rehabilitación postrado en una cama de la casa.
Cada
quien vive las noticias dependiendo de la cercanía con el objeto noticioso.
Cuando te toca la noticia en la primera línea, el grado de involucramiento es
inmediato y esencial. Nomás de pensar en mi hermano sometido a las sesiones de
quimioterapia me hacía palidecer, ser testigo de un adelgazamiento voraz que
dejaría a Ale en los huesos en un dos por tres. Luego el funeral. No creo que
sea morboso pensar en esas cosas cuando fallece un familiar tan cercano como un
hermano. Uno, aún transido de dolor, puede pensar en cosas prácticas, realistas.
Norma, mi comadre, pensaba en cómo acomodar los féretros cuando le avisaron, en
pleno velorio de su cuñado Bilo, que su esposo había muerto atropellado camino
a la funeraria. Alguien se acomedió y la llevó hasta el sitio del percance.
Imaginaba cómo acomodar el féretro de Humberto junto al de Bilo. Imaginaba la
mirada extraviada que tendría el cadáver de su marido, cómo lo recogería y lo
trasladaría a la casa, cómo lo lavaría, qué traje sería el apropiado. Lo
primero que vio en la escena del accidente fue a Humberto de pie y, aunque
bastante estropeado, vivo.
Luz
tomaba sus últimas clases de manejo bajo mi tutoría y la mala noticia no
impidió que saliéramos a la práctica del día. Yo iba como hipnotizado, pensando
obsesionado en Alejandro, en todas esas cosas que ocurrirían a partir de esa
infausta tarde.
A las
seis intenté comunicarme con todos mis hermanos, todos sus teléfonos estaban
ocupados. En un intervalo sonó el teléfono. Era Belina, súbitamente alegre.
¿Qué crees?, me dice, todo fue un malentendido y el resultado del análisis fue interpretado
con las patas por aun aprendiz de laboratorista. Eso era todo, estaba muy
contenta. Alejandro está rozagante como lo manifiesta su corpulencia, y si había
bajado algunos kilos era porque él decidió adelgazar por puro gusto.
Pues
qué gusto.
Me
senté tembloroso a escribir este relato cavilando sobre la vida, de cómo la
estupidez humana es capaz de someternos a intensos debates internos sobre la
existencia. Estoy feliz porque todo fue un mal entendido y Alejandro está bien.
La vida sigue y tengo que terminar unos guiones y asistir a dar clase. Tengo
que hacer esto y aquello. La conmoción de la noticia se disipó con el ímpetu
con el que había llegado. Fue como un tornado de emociones, lo mismo terapia
que advertencia, broma también. Cuando lo vi la siguiente vez le hice una broma
macabra sobre el supuesto cáncer, no le cayó en gracia.
La principal
víctima en el termómetro de la emoción era el protagonista, el pobre de
Alejandro, que estaba azul de pánico cuando vio al toro frente a sus ojos;
luego Belina, que es un poco su madre, y luego los hermanos que también vivimos
esas dos horas con lóbrega intensidad. En un momento me pregunté cuánto tiempo
pasaría para que lograra asimilar esa pérdida. Andrea y Axel, sus hijos
adolescentes, se me aparecían entre las ramas de los ficus de afuera de la
casa. Todo era una broma, me senté a ver a Venus Williams ganar en el US Open.
Al día
siguiente hablé con el vigoroso hermano menor. Nunca se rio, el evento había
sido una gran experiencia sobre la fragilidad y sobre el amor. La revisión que
obligadamente hizo de su vida, durante cuatro horas de horror, tenía que ser
valorada positivamente, puesto que lloraba por sus hijos, por el dolor de sus
familiares más cercanos (y por chillón, claro). La experiencia nos ha servido a
todos para nuestras propias valoraciones filiales, para considerar nuestra
lejanía geográfica y afectiva, para confirmar nuestros lazos afectivos, nuestro
cariño verdadero, nuestra fragilidad humana.
En fin,
yo, que por el momento estaba afuera de la caja del muerto, tenía muchas cosas
que sacarle al asunto, mucho jugo que extraerle.
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