martes, 12 de junio de 2018

Amor flamenco



Crónica de un ligue es un concurso cansino y desgastado, además de apócrifo, donde presuntos lectores del blog escriben sobre un encuentro amoroso. Se conmina a no enviar más crónicas, los lectores comenzamos a estar hartos.


Amor flamenco
J. C.

En Francisco Sosa, la famosa calle de Coyoacán en la ciudad de México, me ocurrieron cosas importantes, la recorrí miles de veces y en el número 457 tomé clases de flamenco. Mi novia era una de las doce bailarinas que componían el grupo y sólo estaba inscrito un varón, yo.

Supongo que mi situación sería envidiable y tienen razón; créanme, los comprendo. Tres veces a la semana nos reuníamos en un salón elegante con piso de duela y le echábamos lumbre al taconeo. Una decena de muchachas de aspecto coyoacanense ataviadas de pants, calentadores derramados sobre sus zapatos de tacón tachueleado y yo nos reuníamos echándole mucho estilo a taconear en aquella fina madera de algún exótico árbol del Caribe. Porque todo era exótico: la noche coyoacanense, el sudor, las campanas, los perfumes… una combinación de erotismo femenino pata beneficio de un mísero hombre que estaba en el lugar y en el momento oportuno.

Yo dejé de ser novedad a los diez minutos, se acostumbraron a mí, era discreto y procuraba pasar desapercibido. Lo lograba. El salario a mi hambre hormonal fue que toleraran mi presencia, me sentía Mel Gibson en aquella película del año 2000 que todavía no filmaba (“En qué piensan las mujeres”); claro, sin la gracia de Mel pero con la  misma suerte de convivir con tantas mujeres a la vez. Y a los 21 años, eso cuenta.

Duré varios meses zapateando y tratando de aprender la combinación el talón-punta que es la base de flamenco; nunca lo logré. Comprendí que era un baile escénico y que las estudiantes lo aprendían para –posiblemente- dar exhibiciones de baile profesional y yo sólo quería estar ahí con mi novia y con aquel perfumado taco de ojo y de oído y de nariz que nunca pedí pero que tampoco merecí. Lo cierto es que eran jóvenes muy hermosas y la cita en la calle de Francisco Sosa rondaba mi cabeza toda la semana.

Tal vez es muy ridícula mi crónica; tal vez te estés muriendo de la envidia.
Si no quiere no lo publique, por mí está bien.



Foto: pieza del autor del blog.

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miércoles, 6 de junio de 2018

Te calzo las calzas



Crónica de un ligue es el concurso apócrifo donde presuntos lectores del blog escriben sobre un encuentro amoroso, una colección de amantes que nos ofrece una visión multifascética del amor, como este concursante que se anima por una pasión poco convencional. Como diría Francisco Umbral en su Tratado de las perversiones: mientras no dañe a nadie.


Te calzo las calzas
Por S.O.S.

No sé si deba escribir esto. No sé si se pueda publicar.  Tal vez sea un enfermo, pero no soy un criminal. Tampoco sé si esto es un ligue o una obsesión. Por favor, discúlpeme, el horizonte del amor no tiene claras fronteras y yo no me enamoro de personas; bueno, sí son personas, pero en realidad la persona, entera, no me interesa. A mí me gustan los pies. Me enamoro de ellos, me podría casar con un pie. ¿Acepta como esposo a este pie? Sí, por favor.

Lo único que me interesa son los pies y en verdad no podría precisar si se trata de pies de mujer o de hombre. Me encantan todos los pies. Aunque prefiero a las mujeres. Los pies, quiero decir. Son delgados y suaves, 30 centímetros de sensualidad, de olor, de felicidad. Me gusta cuando mis amigas llevan tacones, me hago el loco y cuando se distraen huelo sus zapatos, me excita en extremo.

Es una afición que tengo desde pequeño. Claro, todo comenzó con los pies de mi madre. Ahora lo que más disfruto es ir a la playa a ver los pies de las mujeres, me gustan los de mujeres grandes, porque los más grandes son mejores, grandes y anchos, aunque hay números más pequeños que también son anchos y tienen forma bonita. Los que no me gustan mucho son los pies finos y huesudos, es algo que no me seduce. Pero estaría dispuesto a discutirlo.

Me gusta olerlos, masajearlos, lamerlos y alcanzar el clímax encima de ellos, eso me gusta.  Y si se descalzan en el autobús o en una cafetería no puedo contenerme, soy capaz de cualquier imprudencia, simplemente no lo puedo soportar. Ver cómo se descalzan es el strip tease perfecto ¡y en público!

Bueno, la cosa es que una muchacha preciosa –creo que era bonita, aunque no le vi mucho la cara-, en pleno Paseo Bravo comenzó a descalzarse tímidamente. Hermosa.  No levantaba mucho los talones, llevaba sandalias y empezó a notar que se me iban los ojitos hacia sus talones y entonces empezó a descalzarse totalmente, a arquear sus plantas al máximo y a mirar de reojo a ver cómo estaba de cachondo.

Y al verme que estaba rojo como un tomate de la excitación, pues, creo que supo que había llegado al clímax. Yo estaba enamorado, extasiado. Y no sé si eso califique como un ligue, para que el editor de este concurso de Crónica de un ligue, publicar mi amor por esos pies que no tenían nombre, ni moral, ni creencias, ni nada. Pues eran solo pies. Aunque me casaría con ellos.



Pieza de barro Zacatecas del autor del blog

viernes, 1 de junio de 2018

El jugo de la vida



Me llamó mi hermana de Chihuahua envuelta en un llanto que la hacía ininteligible, algo había pasado, alguien estaba muy grave, pero en los estertores del dolor no se entendía muy bien quién. Yo pensé en Aída –vida mía de mi corazón– que vegetaba solitaria en su alzheimer. Logré entresacar de entre las lágrimas que Alejandro, el menor de los cinco hermanos, padecía leucemia, que estaba muy avanzada e incluso mostraba una cifra desconcertante: en lugar de un conteo normal de 5 mil unidades de glóbulos blancos Ale alcanzaba los 70 mil. ¡En la madre!, pensé yo. Entré en un súbito embudo de existencialismo. Parecía una broma. Alejandro, que estaba tan cachetón y rozagante –lo vi en junio–, ahora aparecía postrado ante la muerte.

Entre muchas imágenes que evocaba en mi mente confundida había una escena recurrente, a propósito de una reciente charla sobre trasplante de médula. Yo estaba en una sala de operaciones con una aguja clavada en la espina dorsal, donándole una buena parte de mi médula espinal. Había otras escenas relacionadas sobre mi rehabilitación postrado en una cama de la casa.

Cada quien vive las noticias dependiendo de la cercanía con el objeto noticioso. Cuando te toca la noticia en la primera línea, el grado de involucramiento es inmediato y esencial. Nomás de pensar en mi hermano sometido a las sesiones de quimioterapia me hacía palidecer, ser testigo de un adelgazamiento voraz que dejaría a Ale en los huesos en un dos por tres. Luego el funeral. No creo que sea morboso pensar en esas cosas cuando fallece un familiar tan cercano como un hermano. Uno, aún transido de dolor, puede pensar en cosas prácticas, realistas. Norma, mi comadre, pensaba en cómo acomodar los féretros cuando le avisaron, en pleno velorio de su cuñado Bilo, que su esposo había muerto atropellado camino a la funeraria. Alguien se acomedió y la llevó hasta el sitio del percance. Imaginaba cómo acomodar el féretro de Humberto junto al de Bilo. Imaginaba la mirada extraviada que tendría el cadáver de su marido, cómo lo recogería y lo trasladaría a la casa, cómo lo lavaría, qué traje sería el apropiado. Lo primero que vio en la escena del accidente fue a Humberto de pie y, aunque bastante estropeado, vivo.

Luz tomaba sus últimas clases de manejo bajo mi tutoría y la mala noticia no impidió que saliéramos a la práctica del día. Yo iba como hipnotizado, pensando obsesionado en Alejandro, en todas esas cosas que ocurrirían a partir de esa infausta tarde.

A las seis intenté comunicarme con todos mis hermanos, todos sus teléfonos estaban ocupados. En un intervalo sonó el teléfono. Era Belina, súbitamente alegre. ¿Qué crees?, me dice, todo fue un malentendido y el resultado del análisis fue interpretado con las patas por aun aprendiz de laboratorista. Eso era todo, estaba muy contenta. Alejandro está rozagante como lo manifiesta su corpulencia, y si había bajado algunos kilos era porque él decidió adelgazar por puro gusto.

Pues qué gusto.

Me senté tembloroso a escribir este relato cavilando sobre la vida, de cómo la estupidez humana es capaz de someternos a intensos debates internos sobre la existencia. Estoy feliz porque todo fue un mal entendido y Alejandro está bien. La vida sigue y tengo que terminar unos guiones y asistir a dar clase. Tengo que hacer esto y aquello. La conmoción de la noticia se disipó con el ímpetu con el que había llegado. Fue como un tornado de emociones, lo mismo terapia que advertencia, broma también. Cuando lo vi la siguiente vez le hice una broma macabra sobre el supuesto cáncer, no le cayó en gracia.

La principal víctima en el termómetro de la emoción era el protagonista, el pobre de Alejandro, que estaba azul de pánico cuando vio al toro frente a sus ojos; luego Belina, que es un poco su madre, y luego los hermanos que también vivimos esas dos horas con lóbrega intensidad. En un momento me pregunté cuánto tiempo pasaría para que lograra asimilar esa pérdida. Andrea y Axel, sus hijos adolescentes, se me aparecían entre las ramas de los ficus de afuera de la casa. Todo era una broma, me senté a ver a Venus Williams ganar en el US Open.

Al día siguiente hablé con el vigoroso hermano menor. Nunca se rio, el evento había sido una gran experiencia sobre la fragilidad y sobre el amor. La revisión que obligadamente hizo de su vida, durante cuatro horas de horror, tenía que ser valorada positivamente, puesto que lloraba por sus hijos, por el dolor de sus familiares más cercanos (y por chillón, claro). La experiencia nos ha servido a todos para nuestras propias valoraciones filiales, para considerar nuestra lejanía geográfica y afectiva, para confirmar nuestros lazos afectivos, nuestro cariño verdadero, nuestra fragilidad humana.

En fin, yo, que por el momento estaba afuera de la caja del muerto, tenía muchas cosas que sacarle al asunto, mucho jugo que extraerle.



Foto del autor
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