El viernes 6 de octubre fuimos invitados mi colega Flor Coca
y yo a presentar un proyecto de memoria oral en los foros de consulta que
Morena han organizado en los distintos niveles de gobierno a lo largo y ancho
de la república mexicana.
Fuimos incluidos en la segunda mesa de trabajo dedicada a SEGURIDAD
CIUDADANA Y PREVISIÓN SOCIAL, cuando yo esperaba que lo fuéramos en la cuarta,
dedicada a cultura y educación.
Nos presentamos puntuales y en la séptima ronda nos tocó el
turno, luego de haber escuchado a seis doctores en economía y en derecho
exponer, en contrastantes niveles de erudición, la problemática de la
inseguridad nuestra de cada día y sus muy difíciles soluciones, pues se abarca desde
el vecino vigilante que en los pueblos deciden vigilar y castigar ahí mismo,
hasta las grandes operaciones contra el crimen organizado.
Contra lo que podría suponerse nuestros predecesores no
calentaron la plaza, quizás porque los mexicanos estamos un poco hartos de
tanta sangre y chipotiza, de modo que nuestro tema vino a ser una suerte de
elemento suavizador debido a que no hablamos de institutos contra el crimen ni
nada parecido, sino de un club, un centro de esparcimiento para un número
grande de desaparecidos a escala local y nacional, debido a que los ancianos
estamos desparecidos de todos lados, ya que ni los criminales nos voltean a ver.
Comencé yo y expresé estas palabras:
El motivo de nuestra idea son las ancianas y los ancianos
poblanos que, en condiciones de modestia material, carecen completamente de
opciones que les permita relajarse, hacer sociedad, tener una sede donde puedan
hablar, cantar, bailar y lo que les apetezca. Numerosos ancianos en Puebla y en
México están condenados a permanecer en sus casas, cuidar nietos o poblar las
duras bancas gratuitas de los parques públicos.
No es para quejarnos que estamos aquí –ahora que nosotros
mismos pertenecemos a este sector social–, sino para contarles esta idea que
fue generada a raíz de nuestras actividades en los asuntos de la memoria
poblana en particular y mexicana en general. Una materia académica –la
tradición oral– extrañamente despreciada por las numerosas autoridades a las
que hemos solicitado que se le atienda, porque según nuestra experiencia la
memoria es curativa, es reivindicativa, no por nada es una herramienta usada
muchas veces en la historia para subsanar heridas que los pueblos no pueden
contener. Así ocurrió en la postguerra francesa, era necesario recordar tanto
sufrimiento para superarlo; ocurrió con la comunidad negra en Estados Unidos,
cuando muchas universidades se aplicaron para recuperar una memoria que los
laceraba, su pasado esclavo que, aun cuando Lincoln lo abolió en 1863, todavía
en 1960 los afroamericanos permanecían en un sistema segregado; la memoria
acudió en ayuda de los sicilianos golpeados por la mafia, de los argentinos,
uruguayos y chilenos que vivieron terribles dictaduras militares. Por eso llama
muchísimo la atención que en México no exista, como existe casi en cualquier jurisdicción
española, un archivo de la memoria municipal, un registro ordenado que nos
ofrezca la memoria de la gente común, los recuerdos sociales sobre los placeres
comunes, nuestra famosa comida y nuestras tradiciones, las mutaciones
inevitables de nuestra hermosa ciudad. En Puebla tenemos dos museos de memoria
universitaria, pero ninguno de ellos alude a esta disciplina de la que les queremos
hablar, llamada también tradición oral, oralidad, recuerdos. De todas estas
reflexiones han resultado media docena de libros memoria poblana –agotados, por
cierto–, sobre los ancianos poblanos, los maestros, las generaciones de todo un
siglo, los ambulantes, pero en cuestiones de memoria social somos conscientes
que, en Puebla, falta todo por hacer. De ahí nació la idea de El club de los recuerdos, una cafetería
de precios módicos patrocinada por el gobierno de la ciudad o del estado o por
la universidad, que nos permita a los ancianos tener un sitio donde
desahogarnos, donde verter nuestra amplia experiencia en tantas cosas para
beneficio de las generaciones que nos siguen. Un lugar agradable y bonito en
donde seas Mary o Juan o Alfredo o Margarita, no los viejitos de la tercera
edad, no los decadentes, los olvidados, chochos, rucos, vejetes… un lugar en
donde no den flojera nuestras historias (“Ya empezó el abuelo…”), sino en donde
nuestros recuerdos sean escuchados, grabados y clasificados para formar parte
de un archivo de la memoria oral, claro, pero también partes de libros, de
grabaciones profesionales, de historias y vivencias poblanas plasmadas en
cerámica, en tejidos, en cestería y alambre, o cualquiera sea el soporte al que
nos lleve la imaginación, porque eso no se pierde más que con la muerte. Y como
ustedes verán, si voltean a vernos, estamos vivos. Todo esto lo hemos plasmado
mi colega Flor Coca Santillana y yo en nuestro proyecto El club de los recuerdos, una
idea con viabilidad técnica y metodológica, con fundamento hermenéutico de la
tradición oral, posible en esta nueva realidad política mexicana, dada su
nobleza, su economía y su urgencia social. Escuchemos ahora a Flor Coca.
Estas fueron las palabras de Flor
Nuestro proyecto contempla atender ciertas necesidades de
un sector social simplemente omitido en los planes del turismo, de la cultura
(más allá de los conciertos dominicales) y hasta del entorno familiar, donde
frecuentemente los ancianos son arrinconados como muebles viejos y despreciados
por sus nostalgias.
El club de los recuerdos piensa atender de manera
particular los eventos lúdicos que hoy les son negados: la fiesta, el coqueteo,
la baraja, el baile; un verdadero club de esparcimiento que nos permita
festejar la vida como nuestros jóvenes lo hacen cada fin de semana en los
llamados antros, y qué bueno, pues para eso es la vida. Pero ¿y los viejos?,
¿por qué en otros países existen clubes y bares y centros de esparcimiento para
viejos y en México no? No nos importa responder esa pregunta, no nos
corresponde, preferimos con este sencillo y económico plan -aunque ambicioso-,
poner en práctica una idea en donde abunda el interés social, como es la
creación de un archivo de memoria poblana, que les generaciones venideras
agradecerán, pero sobre todo importa que doña Mary y don Juan vivan momentos
plenos de sociabilidad en nuestras verbenas que les permita, no solo recordar
los grandes momentos de su vida, sino volver a tenerlos, aunque sea
platónicamente, para regocijo de sus almas. Y sí, lo dije bien, El club de los
recuerdos es una clínica de almas.
Por lo demás ¿no comprarían ustedes un libro donde está su
abuela, su abuelo; un disco con su voz? Nosotros sí, definitivamente, y por eso
estamos aquí. Muchas gracias.
En efecto, nuestras alocuciones fueron una bocanada de aire
fresco en el contexto de una mesa dedicada a la inseguridad, aunque, a mi modo
de ver, un poco sesgada del horizonte natural de su materia, que es la cultura
local, la cultura municipal, donde se inserta el tema de la memoria social, que
escultura en sí misma.
En una respuesta a pregunta expresa, confesé que hace tres
sexenios y seis trienios los gobiernos de este estado y de esta ciudad han
recibido mis proyectos de tradición oral para el rescate del habla ciudadana
que inevitablemente se pierde en el devenir natural de las muertes ancianas.
Veinte diarias en nuestra entidad, en cuentas del INEGI. Dos veces llamé su
atención y se tuvo como resultado dos documentos que cobran valor con el paso
del tiempo (En los
barrios de Puebla, Consejo
del Centro Histórico de Roberto Herrerías, en 2002; y Memoria magisterial, SEP del estado bajo el mando de Carlos Julián
y Nácer, en 2004). Esfuerzos bien intencionados pero muy insuficientes frente
al reto de preservar una muestra representativa de la memoria colectiva local.
Veamos cómo le va con estos nuevos administradores.
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