Son unos carcas que están todo el día con la
guerra del abuelo, con la fosa de no sé quién.
Pablo Casado presidente del PP español
Pablo Casado presidente del PP español
La memoria oral juega un papel en la
identidad de lo que somos hoy, su preservación estimula el proceso de
valoración de un patrimonio colectivo, tanto de una comunidad como de sus individuos,
pues atañe lo mismo a la psicología social que a la
individual. Con estas características la memoria oral resulta terapéutica. No es
casual que en varios países se haya tomado a la oralidad como remedio para
grandes males, como guerras y dictaduras, representa la más antigua y la más
humana forma de transmisión de nuestra memoria, puesto que integra a actores
sociales comúnmente omitidos en la historia de las naciones: la gente común,
que generamos recuerdos de lo que hemos
sido, lo que somos y lo que, quizás, seremos; con ellos obtenemos representaciones
del ser que ninguna historia alcanza mejor que la oral, la memoria de los individuos.
Es verdad que cualquier
iniciativa que ataña a la memoria tendrá sus detractores en quienes no quieren
saber nada del pasado ¿para qué? Un visitante norteño en el centro de Puebla se
preguntaba qué era lo que le veíamos a esta ciudad si estaba todo tan viejo,
los edificios, la herrería. Una actitud difícil de enfrentar. Interesarse en la
memoria es hacerlo en el pasado, en la historia, pero hay que respetar a los
desinteresados.
En el mundo se debate la memoria hace
décadas, decenas de ayuntamientos españoles y argentinos cuentan con un archivo
de memoria oral en donde atesoran sus saberes; en junio de 2019 representantes
de 45 países se reunieron en Madrid para la tercera conferencia anual de la
Asociación de Estudios de la Memoria para debatir una vez más lo que recuerdan
las sociedades y lo que deciden olvidar, 1,300 ponencias debatieron sobre la
memoria de los exilios, de los movimientos sociales, los desastres climáticos y
de cómo las tecnologías están cambiando la manera en la que los individuos y las
sociedades recuerdan, asumen el hecho de recordar, un campo que atañe a la
sociología, la historia, las ciencias políticas, la antropología, la
arqueología, la psicología, la filosofía, la literatura… es decir, a la
humanidad.
Un archivo oral busca grabar, producir,
clasificar, conservar, gestionar y, en su caso, poner al alcance de los
interesados entrevistas testimoniales y documentos gráficos, visuales, orales –y
hasta físicos, como el cubo Rubik desde sus años ochenta, o los célebres
agujeros de bala en la casa de los hermanos Serdán–; la memoria es polifacética,
puede practicarse y acumularse en casi cualquier espacio vital, convertirse en un
conducto espacio/temporal para mantener despiertas ciertas actitudes y objetos
culturales que nos proporcionan conocimiento, placer, el pasado frente a lo que
soy. Como recurso capaz de captar lo entredicho, el
silencio, la mentira, el olvido y las distorsiones humanas, la historia oral
ocupa un lugar privilegiado en las ciencias sociales como una disciplina capaz
de coexistir con la subjetividad, lo entredicho.
Una investigación de la Asociación Civil
de Médicas “Matilde P Montoya” arrojó el dato del suicidio de 192 ancianos
poblanos en 2012 por problemas de salud física y psicológica, concluyendo que solo
“construir hospitales no es la solución”. De los más de 5 millones de poblanos,
5.2 por ciento tiene 65 años o más, es decir, casi 262 mil adultos mayores,
cifra por encima de la media nacional, que es de 4.8 por ciento. A
lo que me refiero es que la vida pasa vertiginosamente y lo que un día es
vivencia al siguiente se ha convertido en recuerdo, en memoria.
La ausencia de un archivo de memoria
oral de Puebla es una omisión académica y administrativa, pero sobre todo
representa la pérdida de miles de recuerdos que se extinguen en paralelo con
nuestros ancianos cuando estos mueren; unos seis mil al año, dieciocho
ancianitos poblanos que mueren diariamente y se llevan consigo una memoria a
veces centenaria. Muchos de ellos son los ancianos parlanchines, lúcidos y
memoriosos que fallecen sin que nadie se haya tomado la molestia de apuntar o
grabar algunas de sus expresiones, recuerdos sobre las costumbres, la ciudad,
la familia, los juegos, las artesanías; temas como el noviazgo, las bodas, la
sexualidad, sobre la innegable cultura de una urbe varias veces centenaria, su
comida, sus dulces, su arquitectura. La memoria merece un sitio como
institución social del Estado, del municipio, por lo menos de la universidad.
Tenerla en el olvido es una dolorosa paradoja.
Un archivo oral que considere
a las antiguas y a las nuevas estrategias de recopilación de datos, ahora a nuestra
disponibilidad a costos accesibles, para grabar a los testimoniantes en
condiciones de luz y sonido óptimos, con una iluminación y un plano de cámara
que los favorezca, para obtener documentos históricos en los que la memoria y
la palabra de los ciudadanos tienen especial importancia. La memoria se
relaciona directamente con la capacidad de aprender, de almacenar información y
de recordarla; un archivo oral como este contiene los recuerdos de la ciudad y
sus edificios, las calles, las familias, los lenguajes cultos e incultos, la savia
popular que, para nuestra tribulación, se pierde diariamente.
Los recuerdos, la unidad
narrativa mínima de la memoria, muestran cambios
sutiles que normalmente somos incapaces de apreciar: saltos culturales entre
las generaciones, virajes lingüísticos, pérdida de costumbres, asimilación de
otras, importadas y traducidas, como el cine en el último siglo y luego la
comunicación y su internet que han globalizado algo más que nuestros gustos
musicales.
En la actualidad, y
gracias a la definición de herencia cultural intangible otorgada por la UNESCO , la tendencia es
constituir centros globales que no solo realicen la labor de recuperación y
conservación de los testimonios orales, sino que posibiliten su utilización y
exhibición en un sitio público dispuesto por las autoridades.
Imaginen encontrar en ese
lugar recuerdos sobre el proceso educativo de los años veinte; la importancia
del cine en Puebla de los años treinta, los bailes en tres patios del Carolino de
los cuarenta, la aparición de los electrodomésticos en los sorprendentes
cincuenta; el cisma ideológico, la crisis política, el populismo, la crisis
económica, la metropolización la era digital, hasta el escepticismo que nos
invade en la actualidad.
En resumen, un archivo oral ilustra
sobre nuestros defectos e ilumina las virtudes de un pueblo que, como este,
está urgido de antecedentes positivos y de optimismo social. Y sabemos que los
hay.
La foto de mi tatarabuelo Chuchú con su familia (ignoro si también mía, la vida era complicada ya entonces)
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