La pieza con la que festejé mi sexta década se llamó Mucho, porque representa ese gesto de
telegrafía visual, ese adjetivo que significa abundante, intenso, numeroso.
El adjetivo es excesivo pero la vida también lo es, por
eso este año has ganado el premio Mucho –le escribí a mi amiga Angie–,
por lo mucho que te quiero y la gran cantidad de dicha que te deseo. En fin,
mucho.
Mi amiga Angie me respondió:
Gracias
“Aunque nos vimos un momento
después de muchos años y podría parecer poco, es mucho porque el cariño de una
amistad verdadera nunca puede ser poco. Me dejaste pensando en lo relativo a lo
mucho y lo poco, sobre la intensidad de la vida y los sentimientos. Y creo que
es mucho tener sentimientos tan auténticos y espontáneos... esos nunca pueden
ser poco. Por el hecho de existir son mucho, son respiración, son existencia,
son latidos de sangre que te hacen sonreír y, definitivamente, eso es mucho. El
significado del "don" con rostro que le da vida... es mucho. Que sean
más encuentros que llenen así, mucho, lo bonito la vida...”
Yo le respondí con una cita del suplemento Verne de El País sobre los clichés y las
redes sociales:
“Uno de los clichés más repetidos sobre los italianos es
que gesticulan mucho al hablar. Casi todos los no-italianos juntan las yemas de
sus dedos y agitan la mano para imitarlos. Hasta en las películas. Ahora, ese
ademán, ese gesto es también un meme: la frase How Italians… (Cómo los italianos…), seguida de una imagen en la
que ese gesto se utiliza para cualquier cosa, se ha convertido en una broma
recurrente en las redes sociales. Otros países también tienen sus versiones.”
(Fragmento Verne, suplemento de El
País)
Angie no entendió, seguía pensando en la abundancia que
te otorga el sustantivo mucho. Me escribió de nuevo:
“Confieso que eso de pensar en "el mucho" en mi
vida se apareció varias veces en mis días en forma de reflexiones,
sentimientos, trabajo, necesidades, comida...
incluso nostalgia, inconformidad, propósitos y sueños.
En un principio el tiempo de lo mucho que me pertenece es
pasado, mucho amor en el que he crecido, mucha familia con quien compartirlo,
muchas experiencias fuertes que me han forjado; la oportunidad de estudiar, que
no es poca; mucha suerte en el trabajo, muchas personas increíbles e
interesante cada día, etcétera.
Luego el tiempo de mis muchos se difuminan como una
especie de polvo de oro y cambian de forma, en muchos deseos de movimiento y de
disfrute, de transformación; en mucha inconformidad y deseos de mucho más....
Aceptar que mi alma es inquieta, incluso que ella pareciera no saber a dónde
ir, porque quiere muchas cosas y muchas direcciones por donde caminar, quizá
desorientada desde afuera, más interesada en descubrir lo mucho que cualquier
camino le puede mostrar.”
Mientras escribo María Victoria canta aquel viejo bolero
de Juan Bruno Tarraza que debe ser un himno al atasque del amor y la pasión,
empujadito con los gemiditos de la diva:
“Es
que yo te quiero mucho,
mucho,
mucho, mucho, mucho,
te
adoro sin pensar, si correspondes tú…”
Hay mucho que decir sobre mucho. La parte oscura de los
muchos está en la abundante violencia con la que soportamos cotidianamente como
seres humanos, mucha crueldad y resentimiento, exceso de violencia, de
violaciones, de crímenes inútiles, gratuitos. Y últimamente virus. Primero
biológico, después político, periodístico, geográfico, económico, científico,
ecológico, buscando prudentemente no terminar en las primeras planas en modo
estadística. Todos son virus letales.
En este confinamiento civilizado que hemos llevado a cabo
por dos meses ha habido mucho de todo, destaca la sobreinformación de
coronavirus que nos viralizó y una vez más nos muestra el fabuloso poder de esa
telecomunicación que llegó para cambiar nuestra forma de vivir, de mirar, de
pensar; ahora estamos comunicados, conectados, en cierta forma acompañados. Me
refiero al internet. Para bien y para mal. Después de un mes de confinamiento
he podido seguir trabajando y haciendo lo habitual. Saturado como las otras
habitantes de la casa de información del
Covid-19, pero entretenido en mis trabajos reales, atendiendo páginas de
internet, blogs, leyendo las crónicas de las ciudades y los encierros y los
vacíos y la desolación.
Creo
que esa comunicación tiene muchas virtudes, tiene la grafía elemental de los
idiomas pero agrega el signo como comunicación efectiva, escribe también en
estadísticas, en gráficas, fotografías y selfies; nos permite también escribir
y expresarnos de muy diversas maneras. Con solo apretar pequeñas teclas,
comunicamos a escala global palabras, imágenes, grabaciones, videos, películas
y emoticones; cualquier cosa que pueda ser convertida a lenguaje binario
digital. Transmitimos humores, educación, cultura, risas, vulgaridades, bulos,
venganzas, chismes y más emoticones –ora en forma de mano, de carita, de cosas
estúpidamente humanas– que nos señalan rutas que seguimos obedientemente, definiendo
nuestras personalidades que al poco nos son recordadas por Google: “a ti te
gusta esto”, y es verdad que me gusta; así se van definiendo todos nuestros
placeres y gustos, demandas y disgustos, y ahora estoy tan conectado todo el
día que esa comunicación es una parte vital de mi vida; sin ella, si me quedara
sin internet y nadie volviera a buscarme, a escribirme tonterías, memes,
emoticones, mi vida sería diferente.
Contradiciendo ese
precepto de que ahora nadie lee y menos escribe, creo que ahora
leemos y escribimos todo el tiempo, respondemos mensajes, señales, correos y
whatsApp; en poco tiempo nos hemos convertido en seres humanos eléctricos. Haber
vivido la mitad de mi vida sin internet, me hace, además de un viejo, una ser
que utiliza de manera diferente su inteligencia a como lo hacen los jóvenes que
nacieron bajo el imperio del ordenador.
Me desespera su desinterés en el mundo analógico de sus
ancestros, ese pasado al que pertenecieron generaciones de Mendoza que los ata
aun a su pesar. Me desespera no acabar de explicarles que existió un Agustín
Lara o el danzón o el cine de Fernando de Fuentes; la vida no comenzó en 1980,
como piensan, sino que hubo un 68 en Tlaltelolco, un 61 en Puebla acompañados ambos
de largas cabelleras, minifaldas y pachule. Que existió el Siglo XX en el que
cometimos algunos errores.
He sido un hombre cuyo intelecto ha sido movido por la
memoria; fuera de alguna pose en la que me quiera ver muy moderno, he estado
pensando seriamente en si me conviene o no seguir conectado a esto que te digo.
O si, tal vez, ya
no hay vuelta atrás.
Después de los sesenta se convierte uno en candidato al
panteón, inicia una bajada, una salida, una muerte invocada; una década antes
comenzó el deterioro, las uñas se me hicieron frágiles, muchas de las pequeñas
dolencias se convirtieron en males crónicos; diez años después soy un catálogo
de curiosidades fisiológicas, pero bien, no es para preocuparse.
Es parte del descenso, fácil de imaginar en esta gráfica
cartesiana de línea: aplanas la curva por ahí de los cuarenta y a los cincuenta
comienza el descenso. Cuando finalmente llegas al piso has triunfado. Eso es
todo, muchas gracias por participar.
El coronavirus me ha parecido dolorosamente dirigido; no
digo que sea la estrategia de nadie, pero la inclinación natural de este virus
es la de acabar con miles de habitantes del planeta, de preferencia ancianos, infectándoles
los pulmones. Este virus es como una especialización de mal gusto en un negocio
turbio de la Santa Muerte, “mándeme un virus para deshacerme de los calvos, por
favor”. En Europa volvería a ser una calamidad. Como sea, acepto con humildad
que el burócrata de la salud que me atendiera en esta contingencia me hiciera a
un lado de la cama con ventilador para poner a un joven ahí, aun cuando llegué temprano. Lo
acepto y ya, no veo para qué hacer un escándalo.
Pero el virus me ha parecido una canallada.
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