Se dice que cada vez se lee menos, discrepo; lo
evidente es que, como nunca, existe la necesidad de leer y escribir para hacer
funcionar las redes sociales y el internet. Cada institución, empresa o
individuo tarde o temprano se enfrenta a la vital necesidad de expresar sus
heterogéneos estados a través de plataformas
de telecomunicaciones en donde todavía se necesita un ser humano.
En esta larga cuarentena es la primera vez que
soy consciente de que la electricidad ha provocado en mí necesidades de una era
de la que no sé ni su nombre, pero es nueva y nos obliga a comunicar, a transmitir,
a escribir; decir, ver, escuchar, recortar las palabras y las imágenes, signos,
ruidos y música que van formando una especie de huella individual o institucional
que convertimos en mutuo entendimiento, lenguaje, hipervínculos, intelecto. No
sé siquiera si estoy conforme, si eso me gusta.
La parte física de esta operación, dependiendo
de la edad histórica, va desde pesados cables de fierro a la filigrana milimétrica
de la fibra óptica, por donde viaja un estímulo eléctrico –la electricidad en
sí–, transformada por nuestra civilización en signos que vamos interpretando
con naturalidad y algo de socarronería; todo comenzó con una señal de puntos y
rayas que un telegrafista transmitía al otro lado de un cable, era necesario
otro telegrafista que lo interpretaba con una rústica clave. Transmitían sentados
ante sus mesas de trabajo, operando la llave con la mano derecha, raya punto
punto raya, raya raya, en realidad idénticos a los modernos internautas
sentados con una mano sobre el mouse. En lugar de la clave telegráfica ahora enviamos
signos, imágenes y sonidos a través de los mismos impulsos eléctricos que generamos
con códigos, números y letras por medio de un teclado.
En estos meses de encierro comprendí que esa
multimedia a la que accedo en internet se ha apoderado de casi toda mi atención
la mayor parte del día; por primera vez en mi vida he permanecido conectado a
la red de una u otra forma; al menos disponible: ora música, ora correo, ora
chat, video, documental. Observo que la era digital me interpreta como
individuo –me clasifica, me escribe, me desentraña, me expone–, me indica cosas
que necesitaba ver o que alguien me hizo creer que me interesaba o veo por
obligación profesional.
Así ha estado nuestra pequeña comunidad
familiar de cuatro miembros comunicada a través del signo eléctrico,
neo-morseano, binario, el bit, la telecomunicación, comunicando palabras,
imágenes, grabaciones, videos, emoticones, likes, películas, series y cualquier
cosa a la que podemos acceder desde nuestra democrática condición de usuarios
del paquete estándar Telmex Infinitum.
Transmitimos también humores, reclamos,
estímulos sensoriales, educación, cultura, risas, doble sentido, bromas de toda
índole y más emoticones –ahora con la forma de mano, de carita sonriente, de animales,
gente, pies; balones, figuritas humanas que corren, se sientan, caminan y
asumen posiciones que nos envían mensajes; nos van marcando rutas, caminos que
seguimos obedientemente (tal vez los deseamos) y no hace falta recordarlos
porque, al poco, Google nos lo recuerda: “a ti te gusta esto”. Es verdad que me
gusta, soy consciente de que fui bastante fácil de clasificar; así se me han ido
definiendo también una multitud de nuevos gustos, de placeres, ahora que permanezco
conectado todo el día esa comunicación resulta ser una parte esencial de mi
vida, de mi trabajo, mis relaciones humanas; sin ella transcurrieron dos
tercios de mi vida, un pasado para el que debemos remontarnos a una época que
ya no existe ni existirá jamás. La de los seres pre-conectados, para bien y
para mal.
Durante
la cuarentena las habitantes de esta casa, en este sentido, estuvimos pegadas a
nuestros aparatos todo el tiempo, cada quien con su respectivo cada cual, respondiendo
mensajes, enviando señales, recibiendo correos, platicando por WhatsApp; sin
horario específico de trabajo, disponible las 24 horas del día; en poco tiempo
nos hemos convertido en humanos eléctricos, en seres enchufados, sin una pila
bien cargada no llegamos ni a la esquina. Soy de la generación de los que
hicieron un gran esfuerzo y aprendieron a los 45-50 años a moverse en Word –con
eso me hubiera confirmado, sinceramente– y ya de ahí fuimos agregando otras
aplicaciones a nuestras habilidades, tan útiles y sorprendentes para aquellos
que hicimos la licenciatura con fichas bibliográficas de cartulina. Ahora edito
sonido en Mixcraft 8 Pro Studio, un programa de edición; aprendimos. Una vez tuve que escribir cien
cápsulas sobre nutrición; conseguir la información me costó días, terminé en
una pequeña biblioteca de la colonia Roma. Imagino que hacer esas mismas
cápsulas hoy sería pan comido. En los años ochenta éramos tan pobres,
tecnológicamente hablando, que escribíamos un borrador interminable, hacíamos
copias intercalando hojas de papel cabrón entre el papel bond, escribíamos en
ruidosas máquinas de escribir y entregábamos tareas y guiones impecables.
Cada
investigación implicaba tiempo, viajes, consultas en periódicos de la
hemeroteca nacional sobre noticias de la instalaciones de líneas telegráficas, hacia
1850, cuando llegó la electricidad que entonces producían con dínamos y concentraban
en enormes baterías; crearon entonces al tatarabuelo del internet, pero
básicamente lo mismo –comunicación eléctrica–, bautizado como telégrafo; una
vez trabajé en el archivo histórico de Telégrafos Nacionales en la ciudad de
México, iba dos o tres veces a la semana hasta la casona que lo albergaba a tres
cuadras del zócalo de Tlalpan; removía cajas humedecidas porque había goteras y
sacaba –y secaba– expedientes sobre los detalles de las instalaciones de líneas
en todo el país, de México a Toluca, a Querétaro, a Guanajuato; cuánto costaba
cada línea, quién era el constructor, cuántos postes había que disponer,
cuántos kilómetros de cable, cuántos peones; cuántos muertos de cólera en
cuadrillas que se internaban en las selvas de Tabasco para la instalación de postes
que soportarían cables para llevar la comunicación eléctrica. Por entonces el
conocimiento, el proceso de la investigación, de la disponibilidad de datos
trocaba nuestra comprensión y asumía otras vías. Lo cierto es que nuestra
cuarentena sería mucho muy diferente sin la existencia de esta telecomunicación
–novedad del último tercio de mi vida–, no necesariamente para bien, pero
tampoco para mal. Gracias a nuestros chocantes y temperamentales aparatitos las
habitantes de esta casa (son mayoría absoluta), hemos podido mantener separados
nuestros intereses vitales (vemos películas juntos pero escuchamos diferente
música y trabajamos cada quien lo suyo); en ocasiones veo a cuatro mamíferos
deambulando todo el día por la casa comunicada; convivimos en paz y así hemos
podido seguir con nuestras labores, asistiendo a reuniones virtuales, dando
clases; trabajando casi de modo normal, sin horario; conectados con nuestros comensales
cibernéticos y sosteniendo prolongadas juntas de trabajo y reuniones sociales a
través de Zoom –la novedad– o de
otras aplicaciones como hangouts –la postnovedad–
que condescienden tales excesos, como el festejo de los setenta de mi hermano en
plena cuarentena (CDMX) organizado por su primogénita (Austin) a la que
asistimos todos los hermanos (Tlalmanalco, Chihuahua, Puebla) en un alarde de
tecnología festiva. Me gustaría que lo hubieran visto mis papás. Solo la música
faltó.
En
e-consulta leo que del total de jóvenes que tomaron sus cursos en línea, el 13 %
lo ha hecho a través de Facebook; el 8 % lo hizo por Drive, repositorios o
YouTube; mientras que el 6 % lo hizo por mensajería instantánea; el grueso del
total, el 73 %, usó las plataformas Balckboard, Gclassroom, Mteams y Edmodo
(28/05/2020). Pues ni modo.
Nuestros
hijos y amigos millennials y zetas (las
postmilennials, también llamados posmilénicas o centúricas, porque ahí también son mayoría las mujeres);
bueno, decía que estos jóvenes de hoy no sospechan que este tema de la
electricidad comunicante que hemos añadido a nuestras vidas, esta perenne
comunicación multimedia que ahora nos gobierna, comenzó aquí en Puebla hace
muchísimos años, concretamente el 20 de mayo de 1854, cuando se transmitió el
primer telegrama desde la ciudad de México a la estación de Nopalucan, Puebla;
desde ese momento, hasta la actualidad, la comunicación eléctrica nunca ha
dejado de evolucionar, ha ido mejorando en cada generación y transmitiendo con un
uso más eficiente de la electricidad; por si fuera poco, los mexicanos siempre
hemos estado cerca del mitote, que en cuestiones tecnológicas representan los Estados
Unidos; cuarenta años después del telégrafo (1853)
se logró el habla a través del teléfono (1878),
después el cable subacuático (1902),
que permitió la comunicación transcontinental Londres-NY; la radiotelegrafía (1914),
sin el uso de cables, de Cabo Haro, Sonora a Santa Rosalía, B.C.; se consumó la
radiotelefonía (1919) desde
un avión hasta una estación de Balbuena; la radiodifusión (1921),
con el doctor Gómez en la ciudad de México y el Ing. Constantino de Tárnava en
Monterrey, que transmitieron los primeros programas de radio; el teletipo (1930),
en pleno Maximato, que arrolló impetuosamente a la clave Morse, tras 82 años de
existencia, que ahora resultaba obsoleta; Miguel Alemán, el primer civil en la
presidencia de ese siglo, inaugura la televisión (1950)
con un informe presidencial; la radiotelefonía (1955),
que comunicó a las ambulancias y las patrullas; luego el satélite “Pájaro
Madrugador” (1968), que
permitió a los ingenieros mexicanos transmitir las Olimpiadas; en los años
ochenta dos discretos y utilísimos sistemas denominados télex y fax (1980),
muy importantes en la administración de gobiernos y empresas; en los años
noventa usamos unos eficientes radios “Nextel” en el equipo de reporteros, hasta
llegar al internet (2000) y
la transmutación de la telefonía celular a esa pequeña computadora desde la que
puedes hacer básicamente lo que te dé la gana. Ir o quedarte, estar y no estar.
La
era smart. Nuestro control remoto era como una caja de zapato, con palanquitas;
ahora mi control toma decisiones sobre mi futuro inmediato –shhh, descansa en
la mesita de la sala–. Leonard Kleinrock, que contribuyó en la creación de la
red ARPANET, dice que el internet será tan común como la propia electricidad,
que estará en todos lados, en las calles, las paredes, los coches y en las
personas. Lo que yo digo es que eso ya ocurrió. Al menos aquí, en mi entorno, en
mi ciudad, con mi gente. En You Tube podemos ver las condiciones vergonzosas en
las que viven tantos habitantes de nuestro planeta, el vacío humano que ha
provocado la prolongada corrupción del sistema capitalista que nos tocó vivir, que
ya ha gastado hace tiempo sus reservas racionales y humanistas ilustradas para
convertirse en un adefesio asesino e insaciable, que defiende la propiedad sin
ningún límite al maltrato y la explotación.
No
hay manera de imaginar un mundo feliz, es demasiado larga la cauda de
imbecilidad que ahora se demuestra con pesimista evidencia científica. Sabes a
qué me refiero, océanos contaminados, ríos y lagunas muertos. Stephen Hawking,
por ejemplo, alertaba de que el internet podría terminar en un sometimiento de
la especie. ¿No lo ha hecho ya? El propio Kleinrock prevé un peligroso futuro en
el que ciudades o regiones enteras podrían quedar sin conexión, “creando un
caos indescriptible”.
El
artista de medios y curador con intereses en poética digital, sistemas
autogenerativos e interactivos, Simon
Biggs, piensa que la evolución del internet podría encaminarnos a la extinción.
Y que el mundo estaría mejor si nuestra especie no sobreviviera, como lo hemos
podido comprobar en esta cuarentena con la tranquilidad de las ciudades, las
calles apacibles, sin tráfico, sin smog,
con el retorno de la fauna silvestre. ¡Bueno, hasta el río Atoyac ha tenido
días con aguas transparentes! La única verdad de todo esto es prueba de que la
naturaleza no nos necesita, por más que nos creamos los irremplazables del
planeta. La enseñanza de esta cuarentena fue constatar que la naturaleza se
sentiría mejor sin nuestra presencia, que no somos dignos habitantes de este
noble entorno que depredamos sin piedad. Todos los seres humanos estamos
involucrados. Tenemos la información para entender que cada vez que realizamos
ciertas acciones, como consumir agua y tirar la botella –así de simple–,
contribuimos a la destrucción del medio ambiente, a la contaminación de los
ríos y los océanos; contamos también con la formación educativa para aceptar que
no tenemos idea a dónde van a dar las llantas que sustituimos de nuestros
vehículos. El plástico duro que sustituye al plástico blando ahora, en la era
del ecologismo tupperware.
Como
se ha comprobado en esta cuarentena, no se trata de dejar de contaminar, porque
tendríamos que estar muertos para eso, sino de contaminar con cierto grado de conciencia;
de bajar nuestra huella ecológica, de contribuir al esfuerzo mundial para
combatir el calentamiento global que ya no es ningún futuro ni mucho menos. En
casa descubrimos que necesitamos pocas cosas para estar bien. Aunque somos conscientes
de que lo que tenemos –así sea el modesto Netflix–, es mucho frente a un mundo
con tanta necesidad. No necesitas ir muy lejos para comprobarlo.
Mi
“activismo” ciudadano deja mucho que desear porque no existe en realidad, pero tal
vez así comienza, con una angustia como la que me causa el deterioro del medio
ambiente, la contaminación; muchas de nuestras costumbres y otras cosas
imprácticas de los gobiernos de las ciudades; por ejemplo, hay mucha basura. A
los gobiernos municipales parece no molestarles que existan lugares sucios y
abandonados de las ciudades sin que nadie, ni autoridades, ni vecinos, ni ongs
resientan que existen esos vergonzosos basureros que forman parte, además, del
proceso de calentamiento global. En mis caminatas semanales en las que subo por
avenida Nacional hasta la plaza Crystal, hay por lo menos dos basureros
banqueteros estables (el puente del río San Francisco un kilómetro antes de
unirse al Atoyac, tierra de nadie) y otros tantos espontáneos que aparecen cada
semana.
Más
penoso pensar en el sistema agrícola y ganadero que hace posible el bestial
consumo de carne a escala global; esos sistemas
que producen cantidades bestiales de alimento para alimentar a multitudes
surrealistas de ganados vacunos y porcinos que terminamos comiéndonos los
carnívoros. Se consumen 75 hamburguesas cada segundo, 15 mil millones al año.
De tacos mejor ni hablamos. El panel intergubernamental sobre cambio climático,
IPCC, asegura que la agricultura, la ganadería y la silvicultura generan 23 %
del total de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) cada año.
“¡Nos
vemos en el bar de las alitas de pollo!” Una orden de alitas estándar de diez
piezas equivale a cinco pollos que fueron descuartizados para mi deleite personal.
Las alitas de pollo representan un mercado anual de 4,500 millones de dólares a
la industria avícola. “¡Otra orden, por favor!” Me incomoda mi participación en
el trato cruel y la triste vida de los animales sacrificados; los pobres pollos
sin plumas y miles de adefesios biotecnológicos
animales y vegetales para mantener mi dieta colonizada cada día de mi vida,
desde que nací hasta que muera. También produzco desechos orgánicos a diario.
Nadie
gana mientras el virus errante se difunde por nuestra patria en donde nada es
demasiado importante para que lo discutamos con seriedad republicana, pero
cualquier chisme puede adquirir una dimensión apocalíptica y desatar pasiones
irracionales.
Mi
conclusión es sombría, pero gracias por invitarme.
Este
texto lo elaboré para Mundo Nuestro por expresa invitación de Sergio Mastretta
a escribir sobre nuestra vida en la cuarentena.
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