En la universidad, a finales de los años setenta, la noción de la lucha de clases era lo que privaba en las conversaciones sobre casi cualquier tema. Recuerdo que no era bien visto hablar de clase como categoría social para diferenciase de otros individuos, tampoco podía reconocerse el pertenecer a una clase media o algo alta –en la que alguien podía reconocerse– y menos de la inefable clase media a la que casi todos los universitarios pertenecíamos en aquel país en donde todavía existían campesinos y el proletariado era una suerte de ícono por el que todos presuntamente luchábamos por su liberación, eso era la izquierda; con los proletarios estábamos en tácita y automática concordancia, aun cuando fuera como mirones bien intencionados. Y claro, pequeñoburgués, el epíteto más temido y nunca mejor aplicado a esa acumulación de prejuicios y estereotipos en la que estaba sustentada aquella endeble ideología falsamente marxista.
En medio de esa discusión,
rodeado de familiares y amigos estudiosos de la teoría del capital en
sempiternas células clandestinas, mi comprensión del tema era más bien
limitada, interesado como estaba en el arte plástico tachado por el estatus quo de capricho burgués e
instrumento del imperialismo. “El óleo –me indicaba un militante de la Upome–,
es un instrumento del imperialismo que te convierte en propagandista de sus
fines”, lo que no le impidió robarme un cuadro al óleo de mi casa.
Hablando del progreso de lo
que antes se era y ahora se es, doña Cirila Esteban en un pueblo del municipio
de Zautla, en la Sierra Norte de Puebla me hizo un eficaz resumen de su vida en
el que cada quien hace su balance final, una prueba fehaciente de que el tema
del progreso es más complejo de lo que se supone, juzga por ti mismo:
“En el pueblo todo estaba muy mal, sin
agua, sin luz, sin calles, sin nada. Un lugar cerrado, de plano. No había ni ¿cómo le diré?, no estudiaba la gente, quien quería estudiar estudiaba solo y el
que no ahí se quedaba. A como yo, porque yo aunque tantitito empecé a conocer
un número o letra, gracias a mi esposo. Ya él fue el que me dio la instrucción,
y es como yo empecé a leer. Donde le digo a usted que yo ni hablaba castellano.
Sí, medio entendía, pero ya para platicar no. Cuando me casé nomás hablaba
náhuatl, pero mi esposo me enseñó a hablar, a escribir. Yo quería estudiar,
pero mi papá no me dejó. Oía que en Teziutlán estaban llamando chamacos para
estudiar. Le dije yo a mi papá: papacito, me voy a Teziutlán, voy a estudiar.
“No no, mi hija, siéntate a trabajar en el metate a hacer tortillas”. No, pero
yo quiero ser maestra papá. “No, enséñate a hacer tortillas”. Ya, qué me quedaba. Ya no. Pero gracias a
Dios, aunque sea cerrada y todo, ya que empecé a estar de novia, le dije a mi
esposo: me vas a pedir pero bien pedida, si no no. Salí bien casada, gracias a
Dios, y ya él me empezó a enseñar: “no, mira, esto y lo otro”. Tuvimos cinco
hijos. Otra cosa, ya con otra vida. Uno anda en Querétaro, es teniente, el otro
está en Mazatlán y otro está aquí. Y mi hija está en Zaragoza. Gracias a Dios
ahí fuimos saliendo, nos fue sacando mi esposo, porque yo… Y luego, cómo le
diré, el negocio, porque ahí se entrena uno, ¡abre uno los ojos!, ahí se enseña
uno más, conoce gente y todo.”
El ascenso de amigos de
clase proletaria a clase media fue un fenómeno recurrente durante el último
cuarto del siglo XX. Chano y Lula ascendieron del proletariado cuando la
empresa donde Chano era obrero calificado les entregó su casita relumbrosa en
un Infonavit de Cuautitlán Izcali y abandonaron para siempre el pisito rentado
en el corazón del barrio bravo de Tepito, donde nacieron y crecieron. Su
hermana Paty un día terminó la universidad, habitó desde entonces en el sur de
la ciudad de México y terminó su doctorado en un notable ascenso de clase social.
Esa es para mí la imagen del progreso, el mejor ejemplo de movilidad social.
Así ocurrió en otros casos de familias cercanas a la nuestra que con un gran
esfuerzo, algunas oportunidades económicas y otras sociales, subieron el
peldaño a una situación menos exigua, como fue el caso de Doña Esperanza, quien
nos hacía de comer a tres estudiantes y un día me pidió que le enseñara a
escribir su nombre; así que todos los días, después de darme de comer, sacaba
su cuadernito y su lápiz y revisábamos su tarea. Desde luego aprendió a
escribir su nombre y a leer las rutas del transporte urbano que debía tomar.
Bueno, pues pasó el tiempo y su adorado hijo Camilo se tituló como licenciado
en la UNAM.
Yo suponía –y sigo
suponiendo– que esas pequeñas o grandes ganancias personales y familiares tienen
que ver con las clases sociales y esas familias amigas de la nuestra
innegablemente ascendieron de clase social al recibir el fruto de su esfuerzo
en aquel México en donde los jóvenes creíamos que todo era posible con
organización (y lo sigo creyendo), que era factible la esperanza nacional de sustituir al PRI.
La clase media consistía y
consiste en vivir bien sin posibilidad alguna de adquirir nada más que
los elementos mínimos para una vida confortable. Vivir al día, sí, pero vivir
bien al día. Imposible comprar una casa o cambiar de vehículo por algo menos anticuado,
pero suficiente para pagar una renta y adquirir a plazos alguna carcacha
para movilizarte del trabajo a la universidad. Era un lujo, pero también una necesidad posible de satisfacer con
mi sueldito de burócrata.
Entonces clase media
significaba, como ocurrió también en mi niñez como el cuarto hijo de la pareja
de telegrafistas pueblerinos, tener pan y leche en el refrigerador, comer carne,
queso, mermelada; y ya en la capital de México consistía en ir al cine, a la playa de vez en cuando; los cigarritos cotidianos y el roncito
semanal. Hasta hoy creo que eso es lo que significa ser de clase media, poder
trabajar y estudiar, comprar el Proceso y La Jornada; comprar Vuelta e ir a la
Muestra Internacional de Cine, alguna vez en algún teatrito
coyoacanense; ir al restaurante Veracruz de Plaza Universidad cuando venían mis
papás, terminar algún viernes de farra prematura de quincena en algún
Potzocalli comiéndome un pozole como animal.
Las crisis económicas que
iniciaron con aquella señal echeverrista al devaluar la moneda de
.
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